martes, 11 de febrero de 2014

QUERIDOS ABUELOS





Macondo es mi pueblo. Allí nací y todos mis recuerdos de infancia estáíntimamente ligados con él. Casi toda mi vida como estudiante y profesional se ha desarrollado fuera, en otras ciudades; pero ahora, ya jubilada, vuelvo al lado de mi madre, viuda y con serios problemas de memoria. Quizás justo por eso me parece ahora más importante recuperar los momentos que nos han hecho vibrar y han marcado nuestra historia y nuestra manera de ser.
Un día de feria me encontré con María, mi amiga de la infancia, en la estación del tren. ¡Qué regalo de feria para las dos! María acaba de ser abuela por primera vez, está escribiendo un artículo para la revista digital del pueblo y me ha hecho el gran honor de pedirme que colabore con ella escribiendo unas líneas. Espero ser breve y de interés para los lectores de En la esquinita te espero.
Me pide que hable de los abuelos desde mi experiencia de nieta. Me apoyaré en un chat de whatsapp que mantuve con ella la víspera del nacimiento de  su nieto. También recojo trocitos de conversaciones con mi madre.
El primero de mis abuelos que viene a mi mente es justo el gran ausente, Leandro. Su fotografía siempre presidió el despacho de mi padre y allí sigue. En la foto tenía 40 años, por eso para mí es mi abuelo “el joven” ya que nunca envejeció. Mi abuela Pilar me hablaba de él. La historia que más me gustaba oírle contar es la de su romance amoroso. Mi abuela era madrileña, hija de una modistilla castiza y de un farmacéutico, con siete hijos más. Siendo el abuelo estudiante debió sentir el flechazo de Cupido un domingo en la iglesia. Desde ese momento no dejó de ir cada semana a la misma hora a la misma iglesia, situándose a la discreta distancia de dos bancos más atrás. Durante mucho tiempo – mi abuelita decía que más de un año – no se dijeron nada. El único vehículo de comunicación entre ellos fue la mirada. El día que el abuelo terminó la carrera se acercó a saludarla y le dio una carta en la que se ponía “a sus pies para todo lo que pudiera necesitar, siempre que quisiera” y detallaba su dirección postal del pueblo. Poco tiempo después morían mis bisabuelos madrileños dejando detrás ocho huérfanos. La mayor de ellos, Pilar, con dieciocho años entonces, escribió una carta a Leandro, que inmediatamente se puso en camino hacia Madrid para auxiliarla “casándose con los ocho” (palabras textuales de mi abuela). Me encanta esta historia de mis abuelos paternos.
La abuelita Pilar vivió casi siempre con nosotros, con su querido hijo Leandro – mi padre - que la adoraba  y con toda su familia. A los nietos nos malcrió – como excelente abuela que era – dándonos todos los caprichos que ella se podía permitir. Siendo yo muy pequeña aún vivía en la capital con mi tía Gracia y gracias a eso tengo en mi archivo mental escenas del parque, de los barquillos, de las palomas y de los cochecitos de la feria. Siempre junto a mi hermano Leandro con el que crecí como si fuéramos gemelos. Apenas nos llevamos un año. ¡Qué grande era la abuelita y cuánto cariño nos dio!
Recientemente me he establecido en Albacete en un piso cerca de mi madre. Allí tengo dos regalos de mi padre muy queridos: el perchero de pino de la entrada de la casa de su madre y una foto en cerámica de D. Santiago Ramón y Cajal procedente del despacho de mi abuelo. También tengo dos muebles, regalo de mi madre, que aprecio más desde que veo cómo ella los acaricia con la mirada y con las manos cuando entra en mi casa, ya que le hacen sentirse siendo niña en la cocina o en el dormitorio de su madre, mi abuela Anabel.
"Ana la Bella" en palabras de su marido, mi abuelo Francisco “melones”, su apodo popular. Todavía contesto con orgullo a personas que no me reconocen que soy nieta de Francisco melones, hija de Anica la de melones (mi madre). Estoy intentando transcribir un viejo libro de tapas duras de los de “debe y haber” con renglones en el que mi abuela iba guardando las recetas de horno o matanza que no quería olvidar. He recurrido a la ayuda de mi madre para su interpretación, ya que entre el vocabulario de medidas culinarias antiguas, la letra de la abuela y las manchas de grasa no lo sé interpretar correctamente. Estas conversaciones resultan muy placenteras para las dos, ya que la lectura de estas recetas remontan la imaginación de mi madre a su época de infancia y juventud y al afecto de su madre. Dicho sea de paso, también su maestra hasta los nueve años en que dejó la aldea para empezar a ir al colegio en la capital. Me cuenta mi madre que la abuela le dictaba recetas de cocina para que las escribiera en una pizarra que tenían colgada en la cocina de la aldea. 
“Tú siempre tan delicada y tan flor” le decía Francisco a su mujer. Recuerdo a mi abuelo como el hombre más cariñoso de la tierra. Cada mañana venía a darnos un beso antes de salir para la escuela y cada tarde volvía para contarnos historias al amor de la lumbre. Mi madre me contaba que al volver del campo o de algún viaje siempre guardaba un poquito del almuerzo que llevaba en la merendera para su Anica, que a mi madre le sabía a gloria. Si vengo en tren o en coche y le entrego un resto del atillo con comida lo abre con la misma ilusión de entonces y me vuelve a contar cómo su padre lo guardaba para ella.
El primer año que fui a Madrid a estudiar con mis hermanos (los cuatro mayores) vinieron las dos abuelitas a cuidarnos. Felices ellas de sentirse útiles, también fue ocasión de convivencia más íntima entre generaciones. También Anabel me contó cómo conoció a su esposo y el gran cambio que supuso para ella dejar Madrid con dieciocho años, en dónde estudiaba francés  y labores “como las señoritas”, para ir a vivir en verano a la Casa del Río con veinte hombres y otras tantas mujeres que iban a hacer el agosto. Allí se convirtió en “el ama” apodo propio que mantuvo en el pueblo mientras vivió. Yo entraba y salía del piso de Madrid con mi entonces apuesto novio, pivot de baloncesto, al que mi abuela bautizó con el apodo de “el botas blancas” por las botas de deporte que siempre calzaba. Con todo su cariño, Anabel empezó a cocinar platos especiales para mí con verdura y carne ligera en grasa a fin de ayudarme a mantener en lo posible la figura.
Si miro en mi interior siento la energía de mi abuela Anabel, luchando siempre con coraje para salir adelante y la dulzura y la ilusión por las cosas de mi abuelita Pilar, siempre dispuesta a pasarlo bien y a compartir todo lo que tenía con los demás. Doy gracias a todos mis abuelos por haberme dado unos padres tan buenos y haberme transmitido una fuerza extraordinaria esencial para mi vida.
A todos los que sois abuelos ahora os deseo que lo disfrutéis y que hagáis consciente la gran importancia que podéis tener para vuestros nietos. Muy en especial a mi hermano Leandro y a mi amiga María que acaban de tener su primer nieto.
CHL 11/02/2014

GRACIAS A MI PUEBLO

     Gracias a la vida, que me ha dado una infancia feliz en mi pueblo. Pilar Geraldo me invitó, hace unos años, a colaborar con un escrito ...