BUÑUELOS
Y BORRACHOS
Por
Carmen Hidalgo Lozano. Diciembre 2015
“Buñuelos
de viento:
50 grs manteca, 100 gr. azúcar, raspadura de un limón y un vaso de
agua. Se mezcla todo y se pone la harina y se cuece hasta que se desprenda de
la cacerola. Se deja enfriar y se le van
añadiendo los tres huevos enteros, se extiende en una fuente hasta que esté
completamente frío y se hacen bolitas untando las manos con aceite y se fríen en aceite casi
frío.
Borrachos:
Una taza de aceite frito, 2 de vino, 1 de azúcar, 1 gaseosa y harina hasta que se pueda extender”.
Una taza de aceite frito, 2 de vino, 1 de azúcar, 1 gaseosa y harina hasta que se pueda extender”.
Así empezaba el cuaderno que encontré en el cajón de la alacena el
segundo día de llegar a la casa del pueblo en donde me habían contratado como
interna. Mi obligación era cuidar a la señora Adela, sola en aquel caserón a
sus ochenta y muchos años, con más recuerdos en los recovecos de la vivienda
que en los rincones polvorientos entre sus ajadas neuronas.
Me costaba trabajo leer; pero a aquella hora temprana de la noche
o avanzada de la tarde, con la señora ya dormida en su habitación, me apeteció
emprender esta pequeña aventura de investigación culinaria en la alacena. Ya
luego cenaría y podría conectar mi canal Nova para seguir con la novela por
capítulos que tanto me entretenía y venía a calmar un poco la añoranza que
sentía de los míos, de mi país, de las expresiones tan apasionadas entre mi
gente,… y ¡no como aquí! ¡Aquí son tan fríos! Bueno, no sé si lo son o
solamente lo aparentan. Pero sí, aparentan frialdad. ¡Vaya!, lo hacen muy bien
porque a mí me parece que realmente son distantes, que no les importa demasiado
lo que otros sufran, necesiten, deseen o incluso den. Se alejan de los seres
humanos como algunas personas se alejan de los animales, quizás por protegerse,
quizás por asco, quizás por miedo,… quizás solamente por costumbre.
Era un cuaderno rayado. Me recordó al que había en mi casa a la
entrada. Mi padre también anotaba allí el dinero que “no” teníamos. Lo poco que
entraba cada día y lo mucho que salía. Por eso cruzamos el océano mi hermana y
yo, por eso nos pusimos a servir, por eso llegué a la casa de Adela, por eso
encontré estas recetas de buñuelos de viento y borrachos.
Al día siguiente, Adela me vio con el cuaderno en la mano y me
preguntó qué leía. Le leí como pude la página. Ella me explicó con bastante
detalle cómo se hacía para que quedara bien. No sabía el nombre de sus hijos,
ni el número. No recordaba cuándo murió su marido y lo confundía con su propio
padre en la foto grande que había en la pared más visible y despejada del salón.
Sin embargo para mi sorpresa, sabía al detalle cómo interpretar aquella receta
mal escrita y llena de gotas de aceite y de huellas digitales de su autora.
También sabía muy bien el nombre de la amanuense, Idolina, su madre.
Me enterneció en especial cuando empezó a mover sus manos como si
amasara cuando se refería a las bolitas que se convertirían en buñuelos y
acariciaba la superficie de la mesa como si estuviera extendiendo una masa
virtual antes de cortar los “rombos” (eso me dijo) que se convertirían en
“borrachos” (los dulces que hacía su madre para Semana Santa). Sus manos
bailaban una danza ritual como si esos movimientos de su cuerpo encerraran
todos los recuerdos familiares que se estaban escapando de sus neuronas.
Después de aquello aún aprecié más el cuaderno de las gotas de grasa que
reposaba en un estante frío al lado del ventanuco abierto al patio.
Me contó cómo nació. Había nacido como las nativas americanas de
las praderas. Su madre estaba sola cuando ella llegó. Coincidió de pleno con la
siega. Todos los hombres, mujeres y niños estaban en los campos de trigo,
cortando y apilando espigas. Cuando
volvieron a la noche, además de su madre estaba ella, milagrosamente viva. Mas
tarde aprendería a leer y a escribir en la cocina, la principal habitación de
la casa, en el mismo sitio donde aprendió a caminar y sus primeras palabras, siempre
guiada por su madre. También me contó cómo pudo ella comer incluso pan blanco
durante la guerra, me habló de los corderitos que cuidaba… y del caballo que le
regaló su padre… y de su novio.
Luego ya no recordaba nada más. La niebla cubría sus recuerdos
igual que parecía también cubrir sus ojos y sólo le dejaba ver nubes y sombras.
Había perdido el detalle de los gestos, el detalle de las caras de las
personas, el detalle de los días del calendario, el detalle de las guerras de
cada telediario. Incluso había perdido la cuenta de si sus hijos venían a verla
o no, ni cual de ellos, ni cuándo. Me daba la impresión de ser la única
consciente de los días que pasábamos las dos sin más compañía que la que
mutuamente nos hacíamos.
Y en aparente contradicción con todos esos olvidos, su cuerpo
tenía memoria de cómo sus dedos envolvían la masa redondeada de los buñuelos,
acariciaban la suave superficie de los borrachos. Estaban acariciando aquel
recuerdo del paraíso infantil perdido, la memoria de la fusión con la madre,
aquella madre de la que aprendió nada más y nada menos que a vivir, a paladear
los bellos momentos, a sacar cosas ricas de un poco de harina, una gaseosa y…
poco más.
Aunque parecía no importarle ya casi nada de la vida, a mi
entender lo que ella seguía guardando era lo principal, a pesar de que muchos
de nosotros no lo valoramos como tal. “Lo esencial es invisible a los ojos”
decía el Principito. Lo esencial es lo que te dicta el corazón… y eso no hay
Señor Alzheimer que te lo arranque del ser mientras no te falte la vida.
FÍN