lunes, 25 de julio de 2016

PATRICIA Y EL MAR. Relatos de verano 4. Biblioteca Pública. Albacete




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Patricia y el mar

Por Carmen Hidalgo Lozano



Se acercaba la hora del crepúsculo, su hora preferida para caminar por la orilla. Sin embargo Patricia no se limitó a juguetear con la espuma de las olas entre sus pies, sino que entró decidida en perpendicular dispuesta a sumergirse. El agua estaba caliente en este momento de la tarde, cuando el aire empezaba a refrescar el ambiente. Sintió la caricia del agua sensual por todo su cuerpo, colándose por todos los rincones. Disfrutó con el sabor agridulce de este contacto, agridulce porque aumentaba la intensidad de su sufrimiento por la pérdida, la pérdida de aquel otro contacto que ella tanto deseaba, la del ser al que amaba más que a su vida y que acababa de rechazarla brutalmente. Quería que el mar lavara su herida quizás hasta hacerla desaparecer. Quizás esta sería la única forma de arrancar para siempre este dolor. No era sólo dolor sino desesperación. Sí, eso es, desesperación era la palabra adecuada para describir su estado de ánimo. Ya nunca volvería a creer en el amor, ya no volvería a confiar en alguien de aquella manera. No, jamás podría llegar a ser feliz, porque para ser feliz era preciso estar convencida de que eso era posible, amar y ser amada, y ahora su decepción era para siempre. A sus dieciocho años, en los últimos días de verano, sabía que ya jamás volvería a brillar la sonrisa en sus labios. Con toda su vida sin vivir, ya no quería vivirla. Ahora ya no merecería la pena.

Le habían contando miles de historias de príncipes azules que llegaban en carrozas engalanadas a buscar a las chicas guapas y buenas, como ella. Ella sólo tenía que esperar a que llegara, la viera y llamara a su puerta. ¿Cómo no iba a llamar si ese era el destino del príncipe azul? Quizás sus ojos no llegaron a percatarse de ello. Fue Ramón con sus palabras el que le hizo percibir su llegada. “Me gusta ver cómo os gustáis. Hay que ver que no podéis estar el uno sin el otro” La mirada desde fuera de un tercero les hizo verse de otra forma. Esas palabras prendieron en los dos como un mechero enciende el cigarrillo cuando aspiras el aire a través de la boquilla. Luis se volvió a mirarla, ella dirigió su vista hacia los ojos de Luis y se produjo el milagro. Bueno, lo que ella consideraba un milagro. Ahora pensaba que quizás para Luis no fuera tal, quizás él ya había vivido antes alguna historia parecida, quizás no era tan verdad todo lo que le había dicho que sentía por ella. Pero, no podían ser mentira los latidos del corazón de Luis que había escuchado desde tan cerca cuando apoyaba su cabeza sobre su pecho. Era un ritmo acelerado, alegre, ¿asustado?, fuerte. Era un latido que delataba el deseo, la prisa por estar con ella, la pasión. La pasión, eso es lo que ella deseaba pensar que habían vivido los dos.

Ella creía que sólo una guerra, o alguna desgracia o accidente semejante, podría romper los lazos una vez el amor había surgido. Había aprendido a estar atenta a las señales que le indicaran que ése era el hombre adecuado, el hombre maravilloso por el que sentía un verdadero amor, la pasión de su vida. Sólo tenía que percibir también en él los mismos signos, saber que era correspondida de forma parecida. Entonces no podía fallar. Además su vida hasta aquí había sido una cadena de éxitos, no le había faltado de nada, todo le había sonreído. No importaba que en casa le dijeran fea, ella lo tomaría como una broma porque no podía ser cierto. ¡Tenía tanta seguridad! Había nacido para triunfar, o eso pensaba ella. Nadie le había enseñado a afrontar una pérdida y menos una pérdida de este calibre. Se podía romper un muñeco, se podía perder una pelota, se podía estropear un jersey. Bueno, eso eran solamente cosas que se podrían sustituir o en todo caso no eran necesarias. Se podía ir su hermano de acampada sin ella y eso le hacía sufrir; pero sin duda volvería. Además ella sabía que su hermano la echaría de menos todo el tiempo que durase la acampada y no dejaría de quererla en ningún momento. Desde luego no como Luis ahora. Luis se había ido con otra, después de haberle prometido la gloria. Nadie siquiera le había advertido que podría perder tanto y tan pronto.

¿Por qué nadie le había enseñado a perder? Ahora ya no podía arrastrar la carga de la vida, ya no tenía sentido, ya no se amaba a sí misma… si podía ser despreciada por aquel en quien ella había puesto todas sus complacencias. Esta misma playa había sido testigo mudo de su amor. Entraban en el agua cogidos de la mano y, conforme se iban adentrando en el mar, sus cuerpos mojados se iban aproximando lentamente, casi no llegaban a tocarse porque las gotas de agua se interponían entre las superficies de sus pieles. El sol dibujaba pequeños arcos iris alrededor de ellos. Sus auras se unían formando el aura más poderosa, el aura del amor. ¡Qué buenas vibraciones emanaban de los dos! Incluso la fuerza de la tierra subía hacia el mar a través de sus cuerpos cuando ya desnudos, con los bañadores colgados del brazo, se unían con fuerza dejándose llevar por el ímpetu de la naturaleza que habitaba en su interior. Formaban la unidad perfecta, porque no se habían unido únicamente sus cuerpos, sino que sus almas previamente habían demostrado ser gemelas. Ese entendimiento de sus espíritus había sido lo más mágico de aquella ¿ilusión? Ahora todo le hacía pensar que aquellas vivencias habían sido quizás sólo fruto de su imaginación. ¿Tan ciega había estado?

Pero ella había estado atenta, siempre atenta. ¿Cómo no iba a estar atenta si se sentía fascinada por él? ¡Era tan atractivo y amable! Tenía la sencillez de un campesino y el saber hacer de un caballero, hablaba como un intelectual muy instruido y se reía como un chiquillo. Era capaz de convencer a cualquiera con sus teorías sociales. A ella la convenció, claro, y ¡de qué manera! Ella no podía tener la menopausia a los dieciocho años. Entonces, ¿por qué le entró aquel arrebato de calor cuando él se le acercó rozándola apenas? Y él corrió a abrir la ventana y volvió a ver si ella se encontraba mejor, y la acompañó a casa y hablaron, hablaron, hablaron... Luego volvieron a salir y caminaron casi hasta el amanecer. Y todo aquello no podía ser falso. Ella no lo había soñado, lo había vivido. Por eso no podía creerlo cuando Lucía le dijo que lo había visto con otra. “No, no era él, o es que iba con su hermana”. Lucía insistió explicando que lo había visto varias veces besándose con ella en la boca y cogiéndola en medio del paseo marítimo como no se coge a una hermana. Luego él la vio y la saludo. No tenía ninguna duda, era él y se lo comunicaba a Patricia porque le sabía muy mal que alguien estuviera engañando así a su mejor amiga.

Patricia lo negó y lo volvió a negar. Imposible, aquello no podía ser verdad y se marchó furiosa a casa a llamarlo por teléfono para quedar con él y confirmar lo que ella pensaba, porque estaba segura de que lo que decía Lucía era mentira; pero no, resultó ser real. Luis no lo negó en ningún momento; al contrario, rápidamente, muy fácilmente aceptó que era cierto. Le dijo que simplemente había cambiado de idea, que Elenita le convencía más, que era más niña, más dócil, más dominable, más cercana, que de hecho era vecina suya. ¡Qué gran argumento! Solamente fue capaz de contestarle “¿Cómo has sido capaz de hacerme creer en tu amor? ¿Por qué me has hecho esto? ¿Tan poco me querías en realidad?” Y él se quedó sin palabras mirándola y así permaneció viendo cómo Patricia se alejaba de él para siempre.


Ahora sí que era para siempre. Así lo había decidido definitivamente. Este atardecer se sumergiría en el mar para que se acabaran sus desgracias, su desesperación, su vergüenza. Ya su orgullo no estaría herido nunca más. Así sintió que sus piernas se iban trabando cada vez más caminando sobre la arena del fondo, mientras el agua cada vez más oscura ofrecía una mayor resistencia a su paso. Iba sintiendo todo su cuerpo más y más mojado, en sus labios sentía el sabor a sal. Intentó coger el agua con sus manos… y encontró el tacto de lino del juego de cama que le había regalado su madre. “Pero, pero… no es agua”, pensó. Abrió los ojos despacio sin dar crédito. Se frotó los párpados para despistar las posibles legañas y los abrió completamente. ¿Alegría o más decepción? Buscaba en su interior cual era la sensación predominante. Era una mezcla agridulce. Sus penas no acabarían este atardecer, el mar no se la había tragado para siempre. Disponía de su vida para vivirla; sin embargo, ahora sabía que tendría que convivir con la tristeza, un mar de sal la envolvería hasta el fin de sus días.

GRACIAS A MI PUEBLO

     Gracias a la vida, que me ha dado una infancia feliz en mi pueblo. Pilar Geraldo me invitó, hace unos años, a colaborar con un escrito ...