https://issuu.com/albacetebpe/docs/relato4/c/smjjhat
Patricia y el mar
Por Carmen Hidalgo Lozano
Se acercaba la hora
del crepúsculo, su hora preferida para caminar por la orilla. Sin embargo
Patricia no se limitó a juguetear con la espuma de las olas entre sus pies,
sino que entró decidida en perpendicular dispuesta a sumergirse. El agua estaba
caliente en este momento de la tarde, cuando el aire empezaba a refrescar el
ambiente. Sintió la caricia del agua sensual por todo su cuerpo, colándose por
todos los rincones. Disfrutó con el sabor agridulce de este contacto, agridulce
porque aumentaba la intensidad de su sufrimiento por la pérdida, la pérdida de
aquel otro contacto que ella tanto deseaba, la del ser al que amaba más que a
su vida y que acababa de rechazarla brutalmente. Quería que el mar lavara su herida
quizás hasta hacerla desaparecer. Quizás esta sería la única forma de arrancar
para siempre este dolor. No era sólo dolor sino desesperación. Sí, eso es,
desesperación era la palabra adecuada para describir su estado de ánimo. Ya
nunca volvería a creer en el amor, ya no volvería a confiar en alguien de
aquella manera. No, jamás podría llegar a ser feliz, porque para ser feliz era
preciso estar convencida de que eso era posible, amar y ser amada, y ahora su
decepción era para siempre. A sus dieciocho años, en los últimos días de
verano, sabía que ya jamás volvería a brillar la sonrisa en sus labios. Con
toda su vida sin vivir, ya no quería vivirla. Ahora ya no merecería la pena.
Le habían contando
miles de historias de príncipes azules que llegaban en carrozas engalanadas a
buscar a las chicas guapas y buenas, como ella. Ella sólo tenía que esperar a que
llegara, la viera y llamara a su puerta. ¿Cómo no iba a llamar si ese era el
destino del príncipe azul? Quizás sus ojos no llegaron a percatarse de ello.
Fue Ramón con sus palabras el que le hizo percibir su llegada. “Me gusta ver
cómo os gustáis. Hay que ver que no podéis estar el uno sin el otro” La mirada
desde fuera de un tercero les hizo verse de otra forma. Esas palabras
prendieron en los dos como un mechero enciende el cigarrillo cuando aspiras el
aire a través de la boquilla. Luis se volvió a mirarla, ella dirigió su vista
hacia los ojos de Luis y se produjo el milagro. Bueno, lo que ella consideraba
un milagro. Ahora pensaba que quizás para Luis no fuera tal, quizás él ya había
vivido antes alguna historia parecida, quizás no era tan verdad todo lo que le
había dicho que sentía por ella. Pero, no podían ser mentira los latidos del
corazón de Luis que había escuchado desde tan cerca cuando apoyaba su cabeza
sobre su pecho. Era un ritmo acelerado, alegre, ¿asustado?, fuerte. Era un
latido que delataba el deseo, la prisa por estar con ella, la pasión. La
pasión, eso es lo que ella deseaba pensar que habían vivido los dos.
Ella creía que sólo
una guerra, o alguna desgracia o accidente semejante, podría romper los lazos
una vez el amor había surgido. Había aprendido a estar atenta a las señales que
le indicaran que ése era el hombre adecuado, el hombre maravilloso por el que
sentía un verdadero amor, la pasión de su vida. Sólo tenía que percibir también
en él los mismos signos, saber que era correspondida de forma parecida.
Entonces no podía fallar. Además su vida hasta aquí había sido una cadena de
éxitos, no le había faltado de nada, todo le había sonreído. No importaba que
en casa le dijeran fea, ella lo tomaría como una broma porque no podía ser
cierto. ¡Tenía tanta seguridad! Había nacido para triunfar, o eso pensaba ella.
Nadie le había enseñado a afrontar una pérdida y menos una pérdida de este calibre.
Se podía romper un muñeco, se podía perder una pelota, se podía estropear un
jersey. Bueno, eso eran solamente cosas que se podrían sustituir o en todo caso
no eran necesarias. Se podía ir su hermano de acampada sin ella y eso le hacía
sufrir; pero sin duda volvería. Además ella sabía que su hermano la echaría de
menos todo el tiempo que durase la acampada y no dejaría de quererla en ningún
momento. Desde luego no como Luis ahora. Luis se había ido con otra, después de
haberle prometido la gloria. Nadie siquiera le había advertido que podría
perder tanto y tan pronto.
¿Por qué nadie le
había enseñado a perder? Ahora ya no podía arrastrar la carga de la vida, ya no
tenía sentido, ya no se amaba a sí misma… si podía ser despreciada por aquel en
quien ella había puesto todas sus complacencias. Esta misma playa había sido
testigo mudo de su amor. Entraban en el agua cogidos de la mano y, conforme se
iban adentrando en el mar, sus cuerpos mojados se iban aproximando lentamente,
casi no llegaban a tocarse porque las gotas de agua se interponían entre las
superficies de sus pieles. El sol dibujaba pequeños arcos iris alrededor de
ellos. Sus auras se unían formando el aura más poderosa, el aura del amor. ¡Qué
buenas vibraciones emanaban de los dos! Incluso la fuerza de la tierra subía
hacia el mar a través de sus cuerpos cuando ya desnudos, con los bañadores
colgados del brazo, se unían con fuerza dejándose llevar por el ímpetu de la
naturaleza que habitaba en su interior. Formaban la unidad perfecta, porque no
se habían unido únicamente sus cuerpos, sino que sus almas previamente habían
demostrado ser gemelas. Ese entendimiento de sus espíritus había sido lo más
mágico de aquella ¿ilusión? Ahora todo le hacía pensar que aquellas vivencias
habían sido quizás sólo fruto de su imaginación. ¿Tan ciega había estado?
Pero ella había estado
atenta, siempre atenta. ¿Cómo no iba a estar atenta si se sentía fascinada por
él? ¡Era tan atractivo y amable! Tenía la sencillez de un campesino y el saber
hacer de un caballero, hablaba como un intelectual muy instruido y se reía como
un chiquillo. Era capaz de convencer a cualquiera con sus teorías sociales. A
ella la convenció, claro, y ¡de qué manera! Ella no podía tener la menopausia a
los dieciocho años. Entonces, ¿por qué le entró aquel arrebato de calor cuando
él se le acercó rozándola apenas? Y él corrió a abrir la ventana y volvió a ver
si ella se encontraba mejor, y la acompañó a casa y hablaron, hablaron,
hablaron... Luego volvieron a salir y caminaron casi hasta el amanecer. Y todo
aquello no podía ser falso. Ella no lo había soñado, lo había vivido. Por eso
no podía creerlo cuando Lucía le dijo que lo había visto con otra. “No, no era
él, o es que iba con su hermana”. Lucía insistió explicando que lo había visto
varias veces besándose con ella en la boca y cogiéndola en medio del paseo
marítimo como no se coge a una hermana. Luego él la vio y la saludo. No tenía
ninguna duda, era él y se lo comunicaba a Patricia porque le sabía muy mal que
alguien estuviera engañando así a su mejor amiga.
Patricia lo negó y lo
volvió a negar. Imposible, aquello no podía ser verdad y se marchó furiosa a
casa a llamarlo por teléfono para quedar con él y confirmar lo que ella pensaba,
porque estaba segura de que lo que decía Lucía era mentira; pero no, resultó
ser real. Luis no lo negó en ningún momento; al contrario, rápidamente, muy
fácilmente aceptó que era cierto. Le dijo que simplemente había cambiado de
idea, que Elenita le convencía más, que era más niña, más dócil, más dominable,
más cercana, que de hecho era vecina suya. ¡Qué gran argumento! Solamente fue
capaz de contestarle “¿Cómo has sido capaz de hacerme creer en tu amor? ¿Por
qué me has hecho esto? ¿Tan poco me querías en realidad?” Y él se quedó sin
palabras mirándola y así permaneció viendo cómo Patricia se alejaba de él para
siempre.
Ahora sí que era para
siempre. Así lo había decidido definitivamente. Este atardecer se sumergiría en
el mar para que se acabaran sus desgracias, su desesperación, su vergüenza. Ya
su orgullo no estaría herido nunca más. Así sintió que sus piernas se iban
trabando cada vez más caminando sobre la arena del fondo, mientras el agua cada
vez más oscura ofrecía una mayor resistencia a su paso. Iba sintiendo todo su
cuerpo más y más mojado, en sus labios sentía el sabor a sal. Intentó coger el
agua con sus manos… y encontró el tacto de lino del juego de cama que le había
regalado su madre. “Pero, pero… no es agua”, pensó. Abrió los ojos despacio sin
dar crédito. Se frotó los párpados para despistar las posibles legañas y los
abrió completamente. ¿Alegría o más decepción? Buscaba en su interior cual era
la sensación predominante. Era una mezcla agridulce. Sus penas no acabarían
este atardecer, el mar no se la había tragado para siempre. Disponía de su vida
para vivirla; sin embargo, ahora sabía que tendría que convivir con la
tristeza, un mar de sal la envolvería hasta el fin de sus días.