miércoles, 10 de febrero de 2021

GRACIAS A MI PUEBLO





    Gracias a la vida, que me ha dado una infancia feliz en mi pueblo. Pilar Geraldo me invitó, hace unos años, a colaborar con un escrito suyo pero entonces no cuajó. Gracias a María Nieto veo una nueva oportunidad que quisiera aprovechar para plasmar mis mejores recuerdos y mi gratitud.

    Empiezo por presentarme. Sé que normalmente acompañáis cada escrito con una foto ilustrativa. He elegido la casa de la calle Santa Ana como era entonces y una foto mía en la escuela del año 1960. De todas formas me consta que muchos de los lectores de Las Cuatro Esquinas no me reconocerían, no me conocen o ni siquiera han oído hablar de mí. Soy la Maricarmen de Don Tomás. Creo que esta es la referencia que más puede refrescar la memoria de algunos, al menos situar la familia a la que pertenezco. Mi padre fue el médico del pueblo durante cuarenta años, hasta 1988, fecha en la que todo el pueblo le rindió un inolvidable homenaje por su jubilación. Os lo agradezco infinitamente, de corazón, porque expresa todo el cariño que le profesasteis, a él y a mi madre. Lo que pasa es que mi madre no podía jubilarse porque no tenía ningún trabajo remunerado; pero creo que aquella demostración de afecto también iba dirigida a ella, digna compañera de fatigas y de celo en el cuidado de todos los ginetenses con algún problema de salud o de otro tipo.

    Aunque nací en la calle de la Iglesia (casi todos entonces nacíamos en las casas, con la asistencia del médico y la ayuda del practicante y las mujeres de más confianza), me crié en la calle Santa Ana, muy cerca de la Posada (en la que se alojaban los visitantes temporales, tratantes o trabajadores del campo en su mayoría, que llenaban con sus carros y sus animales el corral del fondo). Crecí rodeada de mis hermanos y de los numerosos amigos cuya relación tanto nos facilitó el medio en el que nos desenvolvíamos: casas a ras de suelo, con patio, corral, gallinero, palomar, gorrinera, cámara y pajar. Recuerdo la envidia con la que nos miraban nuestros primos de Albacete que, viviendo en la capital, veían su espacio de juegos restringido a un piso del que podían salir en ocasiones contadas y siempre acompañados. Nosotros, además de la casa, teníamos salida libre a la calle, en aquellos años sin tráfico rodado, solamente algunos carros y galeras tirados por mulas y rebaños de ovejas que volvían al pueblo al atardecer.

    Me gustaría nombrar a mis amigas de entonces: Carmen la de la Olegaria, Maricarmen la del Chinche, Trini la del Chepa y Saturnina eran las amigas de mi calle. Maribel la del Molino y Rosi la de Don Diego, fueron compañeras de ingreso y los tres primeros años de bachiller que estudiamos en la modalidad de libres con los maestros y maestras de las Escuelas Nacionales de la Gineta. Permitidme que nombre a dos de las maestras que tuve de las que guardo algo más que un recuerdo entrañable: Doña Felisa, parvulista, y Doña Teles, la Directora, en cuya clase coincidí con muchísimas muchachas del pueblo, ya que la edad de sus alumnas iba de los siete a los catorce años. Una de las muchachas con las que coincidí fue Marina, víctima del covid el pasado año 2020 (permitidme que ponga el covid -y no la covid19- porque no me pareció bien que la RAE cambiara a femenino el nombre de algo tan dañino cuando ya nos habíamos acostumbrado a nombrarlo en masculino como el virus que es. Recuerdo entrar con Pili Valls en su casa, junto a la sillería, hasta la cocina y allí escucharla hablar con su abuela en una lengua que yo no conocía. «Ella no entiende el Castellano» me dijo. Viviendo en Castellón he llegado a comunicarme con fluidez en Valenciano, recordando siempre que en La Gineta lo había oído por primera vez. Con Mari Pepa la de Victorio el Cacharrero tocaba el piano a cuatro manos en la clase de María Vento, también salíamos con su prima Evangelina, Juani y Manoli la de la Lustolde. A veces acompañaba a Consuelo la del Quintanareño a repartir la leche por las casas. Paqui la de Adolfo venía con frecuencia a jugar a casa y acusé mucho su ausencia cuando su familia se mudó a Valencia a trabajar. En aquellos años, con la mecanización del campo, el pueblo vio reducida su población a prácticamente la mitad. A casa de Pili la de Pulga estuvimos yendo a diario para hacer gimnasia con su hermana Ana que nos preparaba para los exámenes del Instituto de Albacete. En su casa aprendí una palabra de origen árabe que llamó mi atención y ya no he olvidado nunca: jaraíz (lo busco en el diccionario y es el lagar donde se prensa la uva). Seguro que dejo muchas amigas sin nombrar y a ellas pido disculpas, pero vaya mi agradecimiento para todas.

    A los trece años me fui con mi tía Consuelo, La granadina, a Alicante donde terminé el bachillerato. Acabé estudiando Medicina, como mi padre, en Valencia y a partir de ahí mi vida se desarrolló fuera del pueblo, al que venía en vacaciones y los días libres que podía juntar para ver a mis padres y reunirme con la familia. Pude jubilarme unos meses después de la muerte de mi padre el 2012, instalándome en Albacete cerca de mi madre, donde me cogió el confinamiento y el fallecimiento de mi madre el año pasado.

    En la universidad aprendí algo más que mi profesión. Somos personas en el mundo en el que nos toca vivir y el contexto de aquellos años me proporcionó una experiencia directa del movimiento estudiantil por las libertades al que me sumé de buen grado con todo el entusiasmo de mi juventud y el nivel de idealismo que había aprendido de mis padres. Cierto que mis discrepancias con sus puntos de vista tradicionales y conservadores nos ocasionó, tanto a mí como a ellos, dolorosas desavenencias que, sin embargo, nos hicieron crecer en la tolerancia y el respeto. Escuchando hace poco en televisión al gran periodista Iñaki Gabilondo, me encantó su frase: «Pensábamos diferente, pero siempre buscábamos lo que nos unía y no lo que nos separaba y funcionó. Ahora sigo pensando lo mismo, siempre hay un modo de entenderse, de resolver».

    Recuerdo a mi padre pedir su cartera a Rocío o Ana Rosa (las hermanas Jara de la calle San Juan, mis queridas tatas) antes de salir a las visitas domiciliarias, entrar con mi padre en alguna casa y escuchar su saludo «Ave María. ¿Quién hay por aquí?», acompañarlo en el coche a una aldea del río mientras caía una gran nevada y pensábamos que igual nos teníamos que quedar a pasar la noche, venir a buscarlo mientras disfrutábamos de un día de paella en los pinares y escuchar el «toc, toc» en la ventana de su dormitorio a media noche o de madrugada. No se me olvida la innumerable cantidad de casas que visitaba, aún sin aviso por parte de la familia, durante las epidemias de sarampión, preocupado como estaba por la posibilidad de una neumonía que pudiera agravar el cuadro.

    También recuerdo a Carmen la de Melones, mi madre. ¿Cómo no? ¡Ella ha sido tan importante en mi vida! Y continúa siéndolo ahora que ya no está. Gracias a ella he luchado para tener una profesión y un trabajo que me permitiera ser independiente. Me lo inculcó desde pequeña, como sé que han hecho muchas madres de tantas mujeres de mi generación. Su generosidad le ha valido un lugar en el corazón de casi todos los que la conocían. En una escena que se me quedó grabada aún la veo recibiendo un grupo numeroso de heridos procedentes de un accidente en la carretera general y que la policía acompañó hasta la casa del médico. Pero mi padre no estaba, había salido a una aldea. Yo era pequeña y aquello me parecía una imagen irreal, como sacada de una película de guerra. Mucha sangre, ropa desgarrada, gente desmayada tendida en el suelo del portal, llevando unos a la camilla de la clínica, otros al sofá. Ella era la que dirigía, ponía vendas, lavaba heridas, consolaba, incluso medicaba con algún calmante. «Niños marchaos de aquí. Id a la habitación pequeña. No molestéis, por favor». Nos retiramos. Siempre que leo o escucho hablar de una situación dantesca me viene aquella imagen a la cabeza. Ahora la Guardia Civil llama inmediatamente al 112 y atienden allí mismo a los heridos o los llevan a urgencias del hospital. En eso sí que hemos avanzado. ¡Qué gusto!

    Bueno, no quiero hacerme pesada ni abusar de vuestra confianza, de modo que voy a empezar a cortar. Me gusta haber recordado el nombre de sólo mujeres, excepto mi padre, y terminar hablando de mi madre, porque quería deciros que: «de todas las ideas progresistas que empecé a aprender en la universidad y he intentado seguir desarrollando a lo largo de mi vida, para mí la más importante ha sido y es luchar por la visibilidad de las mujeres». Me siento muy feliz al ver el afán con que las chicas jóvenes persiguen una sociedad igualitaria y el coraje con el que buscan su lugar en el mundo. ¡Brindo por ellas!

GRACIAS A MI PUEBLO

     Gracias a la vida, que me ha dado una infancia feliz en mi pueblo. Pilar Geraldo me invitó, hace unos años, a colaborar con un escrito ...